martes, 2 de diciembre de 2008

MI FELICIDAD SE ABURRE por Miriam Márquez


(¿Nunca habéis visto a alguien malgastar lo que más deseáis?)

Estaba allí. Llevaba un vestido rojo. Unos pendientes de aro color plata. Se había pintado una raya negra fina hilvanando sus pestañas. Tenía la sonrisa fácil al saludar y abría mucho los ojos, como si se negara a parpadear, como si quisiera succionarlo todo con su iris. Parecía que yo mismo –habiendo aprendido el arte de pintar en un segundo- la hubiera perfilado sobre aquel taburete frente a la barra. Estuve cinco minutos haciendo amagos de ir a hablar con ella. Pero entonces llegó la realidad, vestida con gabardina beige, y le dio un beso distraído en la boca. Se quedó allí, sentada a su lado, taciturna y ausente, llevándose a cada rato el móvil a la oreja, con la marca de carmín secándose en sus labios, mientras la mujer –quién sabe si para mortificarme- no paraba de lanzarme señales con sus brillantes tacones color blanco. 

domingo, 30 de noviembre de 2008

EL INGENIERO por Miriam Márquez


Ella tiene el pelo moreno y corto, y un cuerpo que tiene distintas edades. Dieciocho en los pechos, quince en las caderas, poco más de trece en sus manos. Él tiene una espalda que le hace parecer un hombre, y una timidez de niño. Ella estudia filosofía, como excusa para inventar. Él, ingeniería, como coartada para observar. Ahora recorre la cara de ella, quieta y desnuda en su cama, y sabe que de un momento a otro va a hablar porque le mira y calla. “Nunca me has dicho nada bonito, nada profundo ni trascendente…”. Él nota que le arde la cara. De nuevo aquello y justo allí donde no hay dónde esconderse. Piensa en decirle que aquella misma tarde ha dejado orientado el telescopio en su terraza para que la próxima vez que suba encuentre a la primera la constelación que le enseñó el otro día. Se le ocurre contarle que ha terminado el libro que ella le prestó en sólo una noche, y que ahora anda repasándolo un poco más despacio intentando encontrar la razón por la que es tan maravilloso. Está a punto de hablar para revelarle que, de todos los mecanismos del mundo (y hay algunos infinitos e inexplicables), él prefiere el abrir y cerrar perfecto de sus mandíbulas cuando habla. Se le pasan muchas cosas, tontas e insulsas, por la cabeza, pero se las guarda. No quiere que ella las compare con los versos perfectos de esos señores ya muertos a los que tanto admira.